Pita, Alfredo. El rincón de los muertos (2014). Lima: Textual Pueblo Mágico.
478 pp.
La mayor parte de las
novelas sobre el conflicto armado que vivió el Perú durante la década del
ochenta del siglo pasado y parte de los noventa, cruzan en sus narraciones y en
sus discursos dos regímenes de verdad: el del documento y el de la ficción. Ese
cruce, sin embargo, tiene lugar en una situación comunicativa que es de suyo
ficticia. Aunque las narraciones hacen referencia a acciones y escenarios en
efecto reales, los discursos echan mano de diversos procedimientos para
evidenciar que lo narrado es ficticio. Pero a la vez muchos relatos llevan
signos indudables que proceden del universo de referencia del conflicto armado
y su veracidad, es decir, su conformidad con la verdad de los hechos es
verificable.
Esa ambivalencia
caracteriza de manera especial la novela de Alfredo Pita El rincón de los muertos, que es una ficción que lleva al lector a la ciudad de Ayacucho de
1991, uno de los años más duros de la guerra interna que sacudió al Perú como
consecuencia de la insurgencia armada del Partido Comunista del Perú, mejor
conocido como Sendero Luminoso, que
era el nombre de su órgano de prensa. Las acciones guerrilleras se habían
multiplicado y el grupo insurgente hablaba de haber alcanzado el equilibrio
estratégico: una igualdad de fuerzas con el Estado y sus instituciones armadas,
que le daba la posibilidad de iniciar el asalto final a las ciudades para
terminar con la toma del poder. Las Fuerzas Armadas y la Policía por su parte
habían intensificado y ampliado las operaciones represivas y de combate. Continuaban
las intervenciones cruentas sobre los campesinos y se dice que se desarrollaba una
estrategia de exterminio contra las poblaciones campesinas e indígenas sospechosas
de mantener colaboración con los terroristas. Aparecieron por entonces grupos
de aniquilamiento selectivo, encargadas de desaparecer y ejecutar de manera
extrajudicial a quienes veían como aliados de Sendero Luminoso. O sólo sospechosos. O peligrosos por su posición
crítica frente a la política antisubversiva del gobierno. O por creerse que
sabían demasiado, que, según todas las evidencias, fue el caso del periodista
Luis Morales Ortega, quien saltó a la luz pública en 1983, por su participación
en las investigaciones en torno a la matanza de ocho periodistas en las alturas
de la provincia de Huanta, en Uchuraccay. Era corresponsal del Diario de Marka, por ese tiempo
periódico de la izquierda peruana unificada y su colaboración para esclarecer los hechos fue muy importante,
pues sirvió de nexo con los campesinos indígenas de esa zona gracias a su
dominio del quechua. Su figura se hizo popular en la prensa peruana y es
recordado por su pinta bonachona, su atuendo informal y desgarbado, su aspecto
de comerciante mayorista, su bigote negro y su sombrero desarreglado. En
Ayacucho la investigación periodística que realizaba se hizo incomoda y
mortificante tanto para los subversivos como para las fuerzas del orden, las
amenazas le llovieron y tuvo que salir de allí. Permaneció luego en Lima como
colaborador en diversos medios de prensa y volvió a Huamanga en 1990. En esa
ciudad lo cogió la muerte un año después, cuando salía de su casa, asesinado a
balazos por un comando de aniquilamiento perteneciente al Grupo Colina, formado
por el Ejército para realizar tareas clandestinas especiales, según los
indicios y pruebas que se han logrado recabar.
El rincón de los muertos se transpone ese suceso a una ficción narrativa. En ella se
noveliza las peripecias que un periodista español, Vicente Blanco, un free lance, que hace reportajes sobre
conflictos diversos que se libran en Medio Oriente, Europa y América, que pasa
en Ayacucho, ocho años después de la matanza de periodistas en Uchuraccay.
Blanco llega al Perú para hacer una investigación sobre lo que estaba aconteciendo
en Ayacucho animado por un colega peruano, Rafael Pereira, que había cubierto
la información posterior a la mencionada matanza en 1983, enviado por el Diario de Marka en reemplazo de Eduardo
de la Pinela, uno de los asesinados. En el afán de recoger datos para su
reportaje entra en contacto con Luis Morelos y Máximo Souza, al primero de los
cuales se lo puede identificar con Luis Morales, mientras que al segundo con
Magno Sosa, con los que entabla una relación de colaboración muy estrecha y una
amistad entrañable en muy poco tiempo, y llega a ser testigo del desenlace
trágico del empeño en el que hallan implicados de probar que en el Cuartel Los
Cabitos las Fuerzas Armadas torturan y asesinan a los detenidos, cuyos cuerpos
creman y entierran con cal para hacer desaparecer toda huella.
La transposición de los
hechos reales a la ficción se hace de acuerdo a una estrategia que, por un
lado, permite identificar a los personajes
y escenarios del mundo ficticio con referentes del mundo histórico real, y
que, por otro lado, define una distancia que separa un mundo de otro. La novela
por regirse por los códigos de verdad propios de la ficción despliega un mundo
posible inverificable, pero a la vez por regirse con principios del realismo
literario y, más aun, de la documentación periodística busca producir
impresiones de realidad que pueden ser constatables. Hay situaciones que han
ocurrido, como la muerte de Luis Morales, que en la novela aparece con el
nombre de Luis Morelos, como ya fue dicho. La narración repite con fidelidad el
registro de los sucesos tal como ha sido transmitida por la prensa y por otras
fuentes, como el Informe Final de la Comisión de la Verdad y de la
Reconciliación, la CVR. Transpone la descripción del personaje real, bien
conocido por el gremio periodístico y por los lectores de los años ochenta y
noventa, en la descripción del personaje ficticio. Cierto, la transposición
toma otras fuentes, que no ofrecen la garantía de objetividad de los periódicos
y los informes oficiales, pero en los resultados que da una impresión de
verosimilitud de bastante fidelidad. El retrato que se hace del personaje
parece corresponder con vivacidad al que existió, no porque esa sensación surja
de una comprobación fehaciente, sino porque el lector percibe que corresponde
al tipo de actor que era el referido individuo. Su presentación en distintas
situaciones se adecua a lo que se espera de una representación de él
y depende de los detalles que el enunciador destaca de su actuación: de sus
rutinas y costumbres, de su gestualidad y estilo de comportamiento verbal, en
su suma, de su composición como personaje, que son resultado en mucho de la
habilidad del escritor para plasmarlo y hacerlo creíble. Sin duda, hay que
señalar que para demostrar el grado de adecuación óptima habría que hacer un
análisis que cotejase textos fuentes con el texto meta en el que se configura
el retrato resultante, comparación, sin embargo, que aunque se hiciera llegaría
a concluirse que Luis Morelos es un personaje cuya verosimilitud y cuya
veracidad dependen en última instancia del orden del sentido y de la
significación de la propia novela, de las formas en que es configurado y
tematizado. Justo a este respecto hay que comentar que la novela juega muy bien
con la mezcla del género de lo documental y testimonial, que afirma ser veraz
respecto al universo de referencia sobre el cual formula sus enunciados, con el
género de la novela que se rige por códigos de verosimilitud y por estrategias que
no se cuida de ser veraz. De todas maneras en El rincón de los muertos se produce como la simulación de un testimonio
acerca de un suceso en efecto ocurrido, que cobra en el discurso la condición
de hecho posible, pero no real.
Un retrato cuya verosimilitud
y hasta veracidad parece de indudable fidelidad con respecto a su referente es el
del “Arzobispo Crispín”, que remite al Arzobispo de Ayacucho, Monseñor Cipriani,
en ejercicio durante 1991. La práctica discursiva, gestual y verbal del
“Arzobispo Crispín” tiene como fuente la misma práctica de Monseñor Cipriani,
representada en textos escritos, radiales y televisivos, en testimonios
directos recabados en conversaciones y entrevistas no recogidas por la
escritura u otro medio, y en la misma experiencia del enunciador – escritor.
Los textos fuente del texto meta (de la novela) son numerosos por el carácter
mediático del actor de referencia. Los soportes en los que pueden encontrarse
declaraciones suyas, acerca de numerosos temas, en especial políticos, son
abundantes. Por eso el habla del personaje del texto novelesco parece en muchas
ocasiones (¿todas?) transcripción directa del discurso oral del personaje
histórico real, reproducido en textos escritos y audiovisuales. El lector
reconoce por ejemplo argumentaciones y estilo de enunciarlos que proceden de la
entrevista que diera a la revista Caretas en abril de 1994 en la que afirma que
los derechos humanos son relativos y brinda su apoyo a la estrategia que
desarrollan las Fuerzas Armadas en su combate contra los insurgentes de Sendero
Luminoso, la cual no puede evitar excesos y efectos colaterales. Como en el
caso de la representación de la configuración de “Luis Morelos”, la del
“Arzobispo Ciprín” no siempre repite las situaciones comunicativas o semióticas
donde los textos fuente fueron enunciados. Los textos fuente son ubicados en el
texto meta en situaciones semióticas distintas. Así las declaraciones del
Arzobispo Cipriani en el contexto de la entrevista mencionada publicada por
Caretas, aparece en la novela como parte del discurso del “Arzobispo Ciprín” en
un diálogo que ocurre en el local del Arzobispado de Ayacucho. Aunque, claro
está, se puede pensar que las ideas fuente eran repetidas en distintas situaciones.
De esa suerte es verosímil esperar que pudieran haber sido enunciadas en
diferentes contextos.
Los hechos transpuestos
forman parte de una narración que comienza como un relato de viajes narrados
por un periodista español, Vicente Blanco, que se traslada a Lima y a Ayacucho
para informar acerca de los sucesos de la guerra iniciada por Sendero Luminoso. Tiene en principio
muchas de las características de un relato de tal tipo. Un personaje se
desplaza de un lugar familiar y conocido a otro desconocido y extraño. El Otro
espacio se le aparece como un ámbito geográfico, ecológico y cultural por
descubrir, que es una operación que realiza mediante comparaciones entre lo
suyo y lo ajeno. Hay manifestaciones contrapuestas y similares. Casi todo es
distinto en principio, pero a medida que en personaje se informa y adentra en
el conocimiento del medio y de la lógica de la singular guerra que se libra en
Ayacucho, que ocurre en paralelo con las relaciones de amistad y de carácter
afectivo que establece con muchas personas, encuentra este mundo es en muchos
aspectos similar al suyo. De la sensación de extrañeza que le ocasiona Ayacucho
y de la distancia con que la observa pasa a sentir que ella tiene mucho de
familiar y conocido, y se pone a mirarla de una manera próxima e íntima. Las
representaciones que se hace de esa ciudad, de su historia y de lo que ella
vive se tornan en un horizonte de referencia con cuyo pueblo se
identifica. De esa suerte el narrador
viajero, que también es un estudioso del territorio que recorre y de la cultura
que allí se desarrolla, se convierte en un testigo integrado. El relato de
viaje entonces se convierte en relato testimonial. Pero también se convierte en
thriller, relato de suspenso, y relato de aventuras en la que los personajes
principales arriesgan sus vidas, todo ello, sin embargo, instalado en un
escenario de confrontación política, de encuentro entre actores antagónicos que
buscan imponer sus propios proyectos de vida, lo que constituye una situación
extraña y hasta absurda, pues contienden maoístas, que suponen que la realidad
peruana es casi idéntica que la realidad peruana, de acuerdo a un principio de
universalidad asumido por Mao, según supone Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso, con las Fuerzas
Armadas que en la novela es actor que sigue una estrategia de guerra
antisubversiva consistente en la eliminación indiscriminada del
contrincante.
La guerra que se libra en
Ayacucho aparece como una conflagración muy extraña. La guerra que allí y en el campo más o menos
aledaño tiene lugar es una guerra singular. Se ve de entrada que no es un
conflicto de escaramuzas abiertas. No se lucha de manera abierta y en el día. Vicente
Blanco encuentra que es una confrontación nocturna, sigilosa, clandestina, entablada
entre enemigos que se matan por la espalda, que se secuestran y que se laceran
y mutilan los cuerpos con saña. Por eso una de las huellas más frecuentes que
la guerra deja es la de los cadáveres que aparecen arrojados en calles,
muladares y casas, muchos de ellos troceados. Descubre también que la guerra se
desarrolla fuera de la ciudad, en el campo, donde así mismo es difícil que
ocurran conflagraciones visibles. Aunque se siente el conflicto en estado
latente. Las acciones de guerra ocurren igual que en Ayacucho y otras ciudades
de una manera soterrada y por la noche, y sobre todo en zonas alejadas. En las
alturas, donde se establecen las comunidades campesinas y a donde llegan las
fuerzas guerrilleras. Esas comunidades enfrentan por eso la situación difícil
de hallarse entre dos fuegos, ante dos contendientes con los cuales la mayor de
las veces ellas no comparte valores ni intereses. Desde muy temprano Vicente
Blanco percibe que el conflicto armado es ante todo una suerte diálogo violento
entre dos actores separados de la población, la cual sufre espantada y con
resignación su inclusión en una lucha que no le incumbe.
Existe la sospecha y muchas
evidencias de que las Fuerzas Armadas están comprometidas con ellas. Es más, de
que ellas hayan ejecutado de manera extrajudicial a los desaparecidos, tras
haberlos apresado o secuestrado, y luego de haberlos torturado, y más tarde
seccionado, incinerado y enterrado con cal para borrar toda huella, como se
hizo en el Cuartel Los Cabitos de Ayacucho. Son hechos que hoy se sabe con
bastante certeza ocurrieron en efecto, aunque la justicia no los haya
sancionado en forma definitiva, ni el Informe de la CVR establecido de una
manera concluyente. En el tiempo en que transcurre la novela aún no se ha
comprobado con completa seguridad que esas acciones hubieran tenido lugar. Se
sabía si que las Fuerzas Armadas desarrollaban en el campo una estrategia de
guerra subversiva que incluía la represión indiscriminada y la matanza de
comunidades enteras, de las que se recelaba y presumía colaboraban con Sendero Luminoso o incluso participaban
de su proyecto revolucionario. Falta demostrar que también en Ayacucho se
realizaban ejecuciones extrajudiciales y matanzas masivas, a pesar que había
más testigos y actores competentes para investigar e informar, más conectada
con los medios de comunicación, donde trabajaban ONGs, y de cuando en cuando
pasaban visitantes, científicos y periodistas de Lima y del extranjero, que
pudiesen enterarse de esos hechos e informar al exterior.
El periodista español va
tomando conocimiento de todo ello en medio de un contexto social en el que al
mismo tiempo es posible experimentar una vida social más o menos normal, lo que
le permite sentir y captar diversos aspectos de la cultura ayacuchana, su
culinaria, en alguna medida semejante a la española, pero también muy distinta,
su música, los modos de interacción social. A la vez que esas experiencias le
hacen vivir sensaciones y alcanzar convicciones de estar tanto ante un mundo
muy distinto como a la vez en cierta medida próximo del suyo. Vive entonces un
estado cercano al que caracteriza a lo siniestro,
según lo define Freud, que es el estado sensible y cognoscitivo que suscita la
experiencia de lo “familiarmente extraño”, que es experiencia que no solo lo
afecta como viajero que investiga en otro mundo que en muchos aspectos se
parece al suyo, sino como alguien que encuentra en ese mundo signos, textos y
presencias que pueden ser idénticos. Por eso Vicente Blanco que mantiene una
distancia cultural y profesional con respecto al mundo sobre él trata de hacer
enunciados periodísticos objetivos, llega al mismo tiempo a identificarse con
él. Ese es un proceso muy complejo, del que no se pude dar cuenta en este
artículo. Es el proceso de un enunciador intérprete que en el empeño por
representar un mundo de referencia alcanza a identificarse con él. Pero es
también el proceso por el cual el intérprete desarrolla un conocimiento de sí.
La guerra y sus consecuencias en la vida de Ayacucho, y el aprendizaje de su
cultura, tocan fibras le conducen a una vuelta sobre sí mismo, a ver su propia
historia, la guerra civil española, entre otro sucesos, y sus repercusiones
sobre la existencia de los españoles y sobre la suya propia. Todo ello no puede
ser descrito ni analizado aquí. Pero es importante señalar que la experiencia
en Ayacucho lo devuelve a un momento traumático de su infancia, al tocamiento
sexual, al manoseo de su cuerpo por un sacerdote en el colegio. Es una
rememoración desencadenada por la presencia de la curia católica, en especial
del “Arzobispo Crispín” con el que interactúa como parte de su gestión
periodística.
El relato de viaje típico
comprende a menudo un recorrido por la biografía del viajero, que en ese
tránsito se transforma. Más aun cuando el viaje presenta situaciones difíciles,
confrontaciones que actualizan momentos similares, que engendraron miedo y
ansiedad. Es lo que sucede con el viaje que realiza Vicente Blanco. Al menos
dos situaciones enlazadas entre sí son las más significativas: son situaciones
que convierten el relato de viaje en un relato de conocimiento de sí, pero
sobre todo en la crónica de la revelación de una verdad atroz. Una de las
situaciones es el descubrimiento de pruebas fehacientes respecto a las ejecuciones
extrajudiciales y matanzas que se realizan en el Cuartel Los Cabitos, mientras
que la otra es el hallazgo que se produce de una manera progresiva, pero
también súbita, de la participación activa del “Cardenal Crispín” en la
planificación de las operaciones antisubversivas, situación sorprendente por
cuanto se presume que sólo las avalaba y apoyaba.
El relato del descubrimiento
de las ejecuciones extrajudiciales, que explica las desapariciones, es el eje
temático central de la novela, y sus principales protagonistas son los periodistas
Luis Morelos y Máximo Souza. Cuando estos se conocen con Vicente Blanco se
hallan a punto de encontrar las pruebas de las ejecuciones en el Cuartel Los
Cabitos, y sus investigaciones se llevan a cabo de una manera muy reservada y
secreta. Cuando la novela termina en la
práctica con el asesinato de Luis Morelos por un comando del Servicio de
Inteligencia del Ejército, el periodista ya ha conseguido la información
suficiente para hacer la denuncia respectiva. Se colige de ese hecho que el
Ejército lo asesina porque estima que sabe demasiado.
Los dos principales descubrimientos aparecen
como parte de un thriller, de una narración regida por el suspenso, lo que le
da una marcada tónica de relato policial o relato de espías, que recuerdan las
famosas intrigas de Grahan Green, que tienen un componente psicológico
importante, como ocurre en esta novela de Alfredo Pita, sin caer en el
psicologismo. Al mismo tiempo esos descubrimientos que integran el texto
ficcional, llevan una carga testimonial y de denuncia. En el mundo posible y
solo supuesto aparecen como hechos indudables, ciertos, irrebatibles, a
diferencia de los sucesos efectivos a los que hacen referencia. Estos sucesos,
sobre todo el de la muerte del periodista, aunque se tiene mucha evidencia no
se pueden aún constatar con certeza. El Informe de la CVR sólo hace apuntes
generales acerca de su presunta verdad y el poder judicial no ha dado hasta
ahora un veredicto definitivo. En contraste con esa neblina que el Estado
levanta sobre los hechos, en el mundo paralelo de la ficción ellos se perciben
con la transparencia de un amanecer luminoso. Se transmite un testimonio
incontestable que, sin embargo, se pierde y disuelve en la indiferencia.
Hay que leer la novela de
Pita, tanto por la intención de reparo testimonial, como de justicia que la
anima, como por su interesante composición y riqueza literaria, de la que en
estas notas apenas si se ha podido dar cuenta. Sin riesgo a equivoco se puede
sostener que está será libro clave para entender los momentos que vivió el Perú
y aún vive en muchos aspectos de los años ochenta y noventa del siglo pasado,
como un texto literario de gran factura.
Santiago López MaguiñaUNMSM
Profesor del Departamento de Literatura
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